Desde El Blog de Zoe Valdes
Llegué al portal de mi casa uno de esos días de muchísimo calor y de una lluvia relámpago, como suele caer en la barriada habanera de la Víbora. Sentados en el portal estaban el padrino de una antigua novia, y un hombre delgado, canoso, con penetrantes ojos azules. Ambos se levantaron, y el de mayor edad se presentó: “Mucho gusto, Mario”.
Así de sencillo. Mario Chanes de Armas era para mí una leyenda verdadera, no como la de los héroes de papel de la literatura. Era una leyenda en carne y hueso, con más huesos que carne. Había pasado más tiempo en las cárceles castristas que Nelson Mandela en las del apartheid surafricano, y en condiciones mucho más trágicas que las de Robben Island.
Mario escuchaba más de lo que hablaba. Era una de esas personas que prestaba mucha atención a quienes le rodeaban. Aunque de vez en cuando soltaba una frase lapidaria, venida directamente de la dura vida en prisión. Todo el tiempo observaba y escuchaba. Decía que en lugar de condenar a sus carceleros y captores a pasar por lo mismo que a él le hicieron, simplemente les condenaría a la libertad.
Tal cosa, viniendo de un hombre que estuvo más de 30 años en prisión significaba mucho. Algo que un joven como era yo en aquella época no podía comprender. Entonces, tenía mucha sed de venganza, o de justicia, según uno lo quiera ver, hacia o en contra de aquéllos que me habían golpeado o delatado.
Mi aprendizaje con Mario Chanes de Armas había sólo comenzado aquella tarde lluviosa, pero no me dí cuenta hasta varios años después.
Mario vivía como podía, en un humilde apartamento cerca del paradero de ómnibus de la Víbora, un lugar que de haber sido un enclave de la clase media habanera, había pasado a rozar el marginalismo, donde la gente se veía obligada a aprender oficios informales e ilegales para ganarse el sustento diario.
Allí residía, sin derecho siquiera a tener una cartilla de racionamiento, la irónicamente llamada “libreta de abastecimientos” en Cuba, que sólo sirve para que la población subsista desabastecida y bajo control.
Mario tenía una rutina especial. Hacía un café en su casa, y al poco rato se tomaba otro, en un cafetín al lado del paradero de la Víbora. Después, cruzaba la calle y echaba un vistazo a revistas españolas del corazón que alquilaban en plena Calzada de Diez de Octubre, junto a vendedores y compradores de libros viejos. Así, decía, se ponía al día con la vida arrebatada durante la larga estancia en prisión.
Mi rutina diaria comenzó a coincidir con la suya. A la hora de almuerzo le llevaba algo de comer a Mario, bajo la mirada de los delatores del barrio y los colaboradores de la policía secreta que vigilaban el pasaje de la calle San Lázaro.
Ante la puerta de la casa de Mario siempre dejaba una cantina de aluminio, y después corría por los portales de la Calzada de Diez de Octubre, tratando de despistar a los vigilantes del “cuartico de Mario”, como yo le decía a su minúscula vivienda. En una de esas ocasiones, en la esquina de Carmen y Diez de Octubre, choqué y casi lanzo al suelo a una mujer que conocía de vista. Era Tania Quintero, periodista oficial primero e independiente después.
Siempre sabio, Mario me había dado una lista de lecturas que me ayudarían a comprender el comunismo como una patología social, y me reafirmarían lo que ya sabía del ser humano como individuo. En aquella época, yo veía al ser humano como un ente tan propicio a la maldad como a la bondad, pero Mario me recordaba siempre que el mejoramiento humano como vía de redención era la opción que nos permitiría el ascenso a un nivel superior de convivencia humana.
Hoy confieso que esa opción me parecía muy lejana. La posibilidad de la existencia del ser humano como ente redimible fue la mayor lección de generosidad y humildad que jamás he recibido, de la mano de un hombre inclinado a educar para mejorar, a perdonar por medio de la justicia, y dar oportunidades a todos por igual.
Mi amistad con Mario creció y se hizo cada vez más profunda. En mis carreras diarias, saltaba los muros detrás del paradero de la Víbora, para cortar camino a su casa. Las conversaciones se hicieron más interesantes. Él sonreía cuando le contaba que había dejado unas proclamas contrarrevolucionarias húmedas sobre el techo de un ómnibus, para que se mantuvieran pegadas al metal, mientras el ómnibus en marcha las dejaba escapar una por una por la ciudad.
La Habana es una ciudad que te ama mientras los representantes del régimen que la ocupan te odian.
Mario tenía lo que se llama una sonrisa de ojos, su rostro permanecía completamente serio, y los ojos sonreían independientemente de su expresión facial.
Era un dechado no sólo de humildad, sino también de sabiduría y caballerosidad.
La única vez que esa sonrisa desapareció fue cuando me contó de su hijo, nacido cuando él ya estaba preso. Pregunté más, para morderme la lengua minutos más tarde: su hijo había fallecido mientras seguía prisionero. El castrismo y la cárcel le privaron del ejercicio pleno de la paternidad, pero no pudieron cortar su condición de padre, que él llevó dignamente desde la distancia impuesta por el cautiverio.
Un día salí de Cuba. La tarde anterior le dije: “Me voy mañana”. Me deseó buena suerte. Nunca más volví a ver a Mario. El hombre que era el símbolo del presidio político cubano llevaba una vida en silencio y sin pretensiones, junto a sus hermanas en Hialeah, comunidad de modestos exiliados cubanos de Miami.
Una mañana de 2007 leí en los diarios que ya Mario no vivía. Al menos no vivía la vida como la hemos vivido todos, él estaba ya en una fase diferente, no corpórea.
Mario Chanes de Armas no sólo había vivido la historia, la había hecho, y luego, tan típico de él, se había sentado a observar a los seres humanos que poblaban esa historia. Callado y sin pedir nada. Dando un ejemplo, y comportándose con lo único que le acompañaba siempre, la dignidad humana.
Charlie Bravo
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