Por Martha Pardiño
Cuando llegamos mi marido y yo a Miami, el 31 de Julio de 1962, en uno de los últimos vuelos de la compañía Pan American, con una flaca maletica, - pues en ese tiempo sólo permitían traer tres mudas de ropa -, al vernos en el aeropuerto de esta ciudad, tan solos, en un país extraño, sin saber a donde ir, ni que hacer, ni a quien contarle nuestra tragedia, y sin un centavo en los bolsillos, pensé: ¿qué rayos hago yo aquí?. Y, a pesar de haber estado presos los dos en la isla, de pronto sentí que se me hacía un nudo en la garganta y se me llenaban los ojos de lágrimas, y ¡deseé con todas las fuerzas de mi corazón, volver a mi Habana querida, abrazar a mis padres, y visitar mi casita de la calle Vista Alegre!
Cuando en octubre de ese mismo año, me comenzaron los dolores de parto y mi marido tuvo que pedirle prestado su transportation a un vecino, - por cierto, el cacharro tenía un peligroso hueco en el piso del lado del chófer por donde se veía el pavimento -, y ya camino al hospital Mercy, me sentí tan nerviosa y desesperada, que me volví a preguntar: ¿qué rayos hago yo aquí? Y anhelé en ese momento la compañía de mi madre y de mi hermana y el cariño de toda mi familia y mis amigos. Tengo que decir, en honor a la verdad, que no nos costó nada el parto ni la estancia en el hospital y la atención fue excelente. Yo estaba en un salón de seis camas de recién paridas y era la única que nunca tuvo visitas.
Cuando fallece mi madre en La Habana y hago los arreglos para ir al velorio y me niegan la entrada a Cuba, ¡enloquecí de rabia y de dolor y deseé nunca haber salido de mi patria y haber podido estar al lado de mi viejita en sus últimos momentos! Y una vez más repetí para mí: ¿qué rayos hago yo aquí? Comprendo que en esos instantes me invadió una terrible sensación de impotencia y desesperación al pensar que ni siquiera podría darle un beso de despedida a mi querida madre.
Cuando a los seis meses de nacido, a mi hijo Carlos le detectaron un defecto en las piernas y me dieron una carta para llevarlo urgentemente al Miami Children’s Hospital para que le hicieran una evaluación para decidir si la cosa era de operación o si se podía arreglar de otra manera, confieso que me volví loca de dolor, y me ví tan sola, y tan desamparada con mi hijito en brazos, que corrí a la calle y grité: ¿qué rayos hago yo aquí? Gracias a Dios a mi hijo le pusieron yeso en sus piernecitas y en unos meses se arregló el defecto y quedó perfecto. Tampoco en esa ocasión, tuvimos que pagar nada.
Ahora me pongo a pensar en aquellos momentos en que fervientemente deseé estar nuevamente en mi tierra, con mis seres queridos, en mi casita…y me pregunto: ¿qué hubiera sido de nosotros si nos hubiéramos quedado en Cuba después de estar presos y de tener una causa pendiente contra el régimen?
¿Qué hubiera sucedido si doy a luz en Cuba y al querer salir, no nos dejan ir o no dejan salir a nuestro hijo?
¿Qué me hubiera pasado si hubiera podido ir La Habana al velorio de mi madre y después no me dejan regresar a USA? Yo allá en Cuba presa y mi marido y mis tres hijos aquí en Miami, hubiera sido una tragedia impensable para mí.
¿Pienso lo qué le hubiera ocurrido a mi hijo en la Cuba del tirano si se le presenta el defecto en las piernas y me niegan la oportunidad de llevarlo a un médico? Aquí tuvimos la atención de un especialista que lo atendió con dedicación y esmero y el cariño extremo que nos brindó todo el staff del hospital de niños de Miami. Otra vez, no tuvimos que pagar un solo centavo.
Este exilio ha sido duro y hemos tenido momentos de flaqueza y de desesperación y cuando pienso en aquellas circunstancias, le doy gracias a Dios porque pudimos carenar en un país generoso que nos abrió sus puertas y nos ayudó a rehacer nuestras vidas.
Martha Pardiño
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