La resurrección en Cuba del trabajo por cuenta propia y de muy pequeños negocios es un regreso a la economía de subsistencia de hace 400 años
Por Roberto Alvarez Quiñones..
La decisión del gobierno cubano de resucitar el trabajo por cuenta propia, hasta 178 oficios, y de autorizar la creación de pequeños negocios en los que se podrá contratar empleados, equivale a montar a la Isla en la máquina del tiempo y trasladarla al 13 marzo de 1968, en horas de la mañana, antes de que el dictador decretara esa tarde la confiscación de los 57.280 pequeños negocios que todavía funcionaban en el país.
El régimen mata así dos pájaros de un tiro: cobrará impuestos a los cientos de miles de personas que hasta ahora han ejercido esos oficios clandestinamente; y se lava las manos como Poncio Pilatos para pasarle a los “cuentapropistas” y los “timbiriches” (pequeños y muy precarios negocios privados) la suerte de los 500.000 trabajadores que serán despedidos al grito de “¡sálvese quien pueda! que papá Estado ya no da más”.
Es ésta la aceptación institucional, oficial, de que “el modelo cubano” no funciona, como admite hasta el mismísimo Fidel Castro. Por cierto, el comandante habla de un modelo cubano que él sabe no existe. En la Isla ha imperado un sistema sin nacionalidad alguna, pues el esquema comunista es idéntico en todos los países en que se aplica, no importa si se llama Cuba o Corea del Norte. O sea, el castrismo se vende a sí mismo como un socialismo tropical original, con palmeras y salsa, cuando es en verdad un régimen estalinista químicamente puro importado de Rusia al 100%.
El “cuentapropismo” —ya lo hubo cuando la desintegración de la Unión Soviética provocó la caída de un 35% en el Producto Interno Bruto de Cuba—, no es otra cosa que la economía rudimentaria de tipo artesanal que había en el mundo antes de que al compás de “la revolución de las máquinas” se iniciase en el siglo XVIII la edificación del mundo industrial que hoy conocemos.
El viaje del hombre a la Luna, los satélites, los rayos laser, la Internet, la biotecnología, la energía nuclear, los rascacielos, la TV, el cine, los aviones y la revolución científico-técnica a la que asistimos hoy no son hijos del pequeño taller artesanal y comercial que había en la época de Luis XIV de Francia.
La modernidad no emergió de la labor aislada de entrenadores de perros, payasos para fiestas, cartománticas, vendedores de coquitos acaramelados, amoladores de tijeras, reparadores de colchones viejos, afinadores de piano, cuidadores de plazas públicas, costureras, forradores de botones, maniseros, masajistas o floreros —oficios todos muy respetables—, sino de la inversión de capital en gran escala, la aplicación de nuevas tecnologías, el empleo masivo, y la elevación constante de la productividad del trabajo.
Eso en China y Vietnam lo aprendieron bien con su experiencia estalinista. Por eso se abrieron a las inversiones extranjeras sin trabas, permitieron grandes empresas privadas, entregaron la tierra a los campesinos para que produjeran y vendieran libremente sus cosechas. Y de naciones casi semifeudales hace 30 años, hoy son las de mayor ritmo de desarrollo socioeconómico a nivel mundial.
Pánico al sector privado
Pero los Castro temen al capital privado como Drácula a la cruz, conscientes de que la independencia económica conduce a la emancipación política dentro de un estado totalitario. Se oponen a reformas de mercado no para evitar que el “capitalismo explotador” regrese a la Isla, sino para no perder un ápice del control total que tienen del país y de cada ciudadano, control enfermizo que no tuvo nunca ni el zar Pedro el Grande de Rusia, uno de los grandes exponentes del absolutismo monárquico europeo.
Entre las diferencias de esta movida cosmética con las reformas chinas y el Doi-Moi vietnamita, hay una muy gráfica. Los Gobiernos de Pekín y Hanói decidieron beneficiarse (desde 1978 y 1986, respectivamente) del capital privado extranjero, la tecnología y la experiencia empresarial de todo el mundo, incluidos los millones de chinos y vietnamitas emigrados. Los Castro, en cambio, rechazan la inversión extranjera real, con garantías de operación y repatriación de ganancias, y se niegan a recibir el capital, la tecnología y el “know how” de los cubanos que residen fuera de la Isla, a quienes llaman “gusanos” o “mafia de Miami”. Sólo los exitosos hombres de negocios cubanos radicados en EEUU con su dinero, sus relaciones y su experiencia podrían en poco tiempo dar un giro “milagroso” a la arruinada economía isleña.
Por otra parte, mientras Fidel Castro viva no habrá ningún primer paso para una reforma económica más amplia, como afirma el gobierno lamentable de Zapatero en España. Esta ha sido una medida forzada por la desesperación y autorizada con recelo por el dictador mayor, quien como Primer Secretario del Partido sigue siendo el número uno del país según la Constitución.
Resulta asombroso lo anunciado por el coronel de la inteligencia Marino Murillo, ministro de Economía: quienes quieran abrir “paladares” (restaurantes de hasta 20 comensales como máximo), peluquerías, carpinterías, o ejercer cualquier oficio autorizado, tendrán que comprar todo lo que necesiten a precios minoristas a sus competidores, o en el mercado negro, pues el estado no puede venderles nada a precios mayoristas.
¿Cómo es posible operar un negocio comprando a precios minoristas? La inflación será galopante, posiblemente de dos dígitos. Si yo compro clavos, martillos, cola y madera a otro carpintero a precio minorista, o en el carísimo mercado negro, la silla que produzca la tengo que vender a un precio superior al que la vendería si comprara insumos y herramientas en un almacén. Entonces, o abandono mi intención de ser carpintero, o me busco buenos “contactos” para comprar los insumos a quienes se lo roban al Estado, también a altísimos precios, pues el que roba cobra siempre el riesgo de ser sorprendido.
El alza incontrolable de precios hundirá aún más al peso cubano, que podría caer desde los actuales 24 pesos por un dólar, hasta 40 pesos, o más, con consecuencias devastadoras para la población.
Otro factor que apunta al fracaso son los astronómicos impuestos de hasta un 40% para los micro-restaurantes y otros “timbiriches”. Si usted luego de gastar una fortuna en el mercado negro para conseguir suministros, logra vender en su “paladar” 15.000 pesos (unos $625) en un mes, el Estado le quita 6.000 pesos ($250). A los $375 que le quedan réstele los gastos de operación, incluyendo el sueldo de uno o dos empleados. ¿Puede crecer su “negocio”?
Queda claro que el objetivo del castrismo al mutar de estalinismo a “timbirichismo” es evitar la hambruna y la postración del régimen mediante una economía de subsistencia —medieval—, hasta nuevo aviso. Quien como el gobierno socialista español vea en ello una “apertura” hacia la democracia y el desarrollo, o se hace el tonto, o lo es.
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