Por Alfredo M. Cepero
Director de www.lanuevanacion.com
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Los
católicos cubanos confrontamos el enorme dilema de haber tenido dos
iglesias en el curso de estos traumáticos 53 años. Para un número
considerable de nuestros feligreses constituye casi un anatema discrepar
de las opiniones y de las conductas de nuestros prelados, aún cuando
en nuestro fuero interior estemos en total discrepancia con ellas.
Otros como yo--conscientes de que todos los hombres podemos
equivocarnos y opuestos a otorgar impunidad a miembros de nuestra
jerarquía eclesiástica para comulgar con el error o con la maldad--nos
sentimos en la obligación de denunciarlos, asumiendo el riesgo de ser
objeto del antagonismo de quienes confunden meras investiduras con
infalibilidad en los juicios. Dicho esto, estamos listos para tomar el
toro por los cuernos.
El
toro, como ya muchos de ustedes intuyen, se llama Jaime Ortega
Alamino y anduvo bramando la semana pasada en su discurso de la
Universidad de Harvard contra aquellos que nos oponemos a cualquier
entendimiento con la tiranía de su amigo Raúl Castro. En el curso de
su diatriba disfrazada de disertación sustituyó el mensaje de amor del
Sermón de la Montaña con las consignas de la Biblia de Odio de la
tiranía comunista. Pero lo más revelador fue ver los videos de su
comparecencia en Harvard donde se le cayó la careta seráfica y pudimos
ver el odio visceral de un espíritu mezquino arremetiendo contra
quienes denunciamos su alianza diabólica con la tiranía.
¡Que Dios lo
perdone porque su pueblo no lo perdonará jamás!
Porque
la responsabilidad por cualquier delito está en relación directa con
nuestra capacidad para denunciarlo y, de paso, dar algún tipo de
protección a sus víctimas. Ortega nunca lo ha hecho y por eso se le
aplica perfectamente la frase martiana de: "Ver en calma un crimen es cometerlo".
De hecho, ha causado quizás más daño a la Iglesia Cubana que los dos
diablos de Birán. Los Castro violaron sus templos y la despojaron de
sus escuelas y propiedades. Ortega la ha despojado de la mística
necesaria para inspirar la confianza y la lealtad de sus feligreses.
Ese es un daño de mas difícil reparación. Es por ello que le
aconsejamos que se asegure de pedir un asiento a su compinche Raúl
Castro en el avión que el asesino tiene preparado para la fuga cuando
se desplome el templo de la barbarie en que los comunistas han
convertido a Cuba. De lo contrario, podría encontrarse a merced de un
pueblo que lo detesta.
Siguiendo
con el discurso del cardenal fariseo, nadie que piense con criterio
propio y sin la venda del fanatismo obsesivo puede encontrar amor en
frases donde Ortega afirmó que los 13 refugiados en la Iglesia de la
Caridad era "todos antiguos delincuentes y gente sin nivel cultural, algunos con trastornos sicológicos".
Donde hizo cómplice de su maldad a un santo varón y consumado
patriota como Monseñor Agustín Román diciendo que éste último le había
aconsejado que no usara en Miami la palabra "reconciliación".
Como si nosotros fuéramos los culpables de la opresión, la inmoralidad
y la miseria en que los Castro han sumido al pueblo de Cuba. Pero lo
más execrable es que echó lodo sobre la santidad de un verdadero
pastor que, amando entrañablemente a su patria, jamás puso un pié en
Cuba para no hacerle el juego a la tiranía, como se lo hace este
cardenal sin honor.
Y
para seguir con las consignas gastadas de la jerarquía comunista dijo
que la ocupación de la Iglesia de La Caridad había sido "organizada desde Miami", donde vivimos los cubanos calificados de mafiosos por su amigo Raúl, y donde, según Ortega, "hay grupos que dañan mucho a cualquier tipo de oposición o disidencia". No
en balde este sujeto no se atreve a poner un pie entre nosotros. Y
como en su campaña de descrédito no podían faltar las Damas de Blanco,
dijo que estas mujeres heroicas estuvieron de acuerdo con el exilio
forzado de los presos del Grupo de los 75.
Lo
que no dijo Ortega en ese templo de la izquierda virulenta que es la
Universidad de Harvard es que, gracias al dinero que manda esta mafia
de Miami para auxiliar a sus infortunados familiares dentro de la
Isla, la tiranía prolonga su miserable existencia y su régimen de
opresión sobre el pueblo de Cuba. Que estos compatriotas que el
desprecia y vitupera son los que mandan dinero para reconstruir las
iglesias destruidas o deterioradas por la desidia de la tiranía.
Después de este desempeño en Harvard dudo mucho que Ortega cuente con
muchos defensores, ni siquiera entre los más fervientes católicos
cubanos.
Sin
embargo, no todo está perdido para quienes aprendimos nuestras
primeras oraciones y asistimos a nuestras primeras misas de la mano de
nuestros mayores en una época en que la Iglesia Católica Cubana era
santuario de los perseguidos y bastión de la lucha por la libertad. La
iglesia que vibra en nuestros corazones a pesar de las flaquezas y
traiciones de miembros de su actual jerarquía como Ortega Alamino. La
iglesia que da contenido y sentido a nuestras vidas. La iglesia que
mandó capellanes como Sardiñas, Rivas, Guzman, Castaño, Cavero y Barrientos a
las montañas donde combatían los guerrilleros que querían una Cuba
sin dictadura, sin hambre, sin discriminación y, sobre todo, sin amos
foráneos como los que trajo la tiranía de los Castro. La iglesia que
dio refugio a jóvenes idealistas como José Antonio Echeverría y parió
mártires como Virgilio Campanería, Alberto Tapia Ruano y Rogelio
González Corzo.
Esta
iglesia de la esperanza mantiene su influencia edificante bajo la
inspiración de la conducta, la enseñanza y el legado de verdaderos
soldados de Cristo y de la patria. Soldados como los Arzobispos Enrique
Pérez Serantes, Pedro Meurice Estiú y Agustín Román, el Obispo Eduardo
Boza Masvidal, el Padre Francisco Santana y las docenas de
sacerdotes, monjas y religiosos que predican el evangelio de
Jesucristo con humildad ejemplar y hacen labor social en medio de la
hostilidad y la persecución de la tiranía. Para ellos todo honor, toda
gloria y toda gratitud.
Al
igual que iglesias de otras denominaciones, esta iglesia del servicio
al desvalido, al perseguido y al menesteroso desempeñará un papel
relevante en la reconstrucción de la nación cubana. Sobre todo en las
áreas de mayor importancia para el progreso y la estabilidad
de cualquier sociedad humana sin las cuales no puede haber libertad
individual, democracia política ni prosperidad económica. Áreas tales
como la formación de sus ciudadanos, la protección de la familia, la
asistencia a los necesitados y la defensa de los derechos humanos.
Por
eso afirmo con total certeza que esa reconstrucción moral será la
piedra angular de nuestra reconstrucción nacional. Y que estoy
convencido de que, una vez superada esta pesadilla, seremos testigos
de un nuevo amanecer de libertad y justicia. Un amanecer donde
genuinos apóstoles del evangelio de Jesucristo serán instrumentos de
una verdadera reconciliación entre todos los cubanos de buena
voluntad.
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